lunes, 26 de julio de 2010


Arte
A orillas del río Salado y con una caña de pescar apretada entre sus manos, Juan Doffo aprendió de muy chico qué era el contraste. Levantaba la cabeza al cielo y veía dos mundos opuestos, irreconciliables: de un lado del horizonte, un imponente sol inmenso, y del otro, nubes negras cargadas de tormenta. "Me fascinaba esa luz y esa sombra; era como estar en medio de una gran contradicción que podría ser la vida y la muerte", recuerda el pintor y fotógrafo, ganador del Gran Premio del Salón Nacional de Pintura, vestido con una camisa blanca impoluta que resalta sobre unos pantalones negro humo.
Juan Doffo nació el 25 julio de 1948 en Mechita, un pueblo arrojado al oeste de la llanura bonaerense que no congrega a más de dos mil habitantes. Luego de la Primera Guerra Mundial, su padre, un inmigrante italiano, llegó a la Argentina "muerto de hambre" y, poco después, se trasladó a la colonia ferroviaria, donde, como tantos otros compatriotas, encontró en las vías su primer trabajo.
A los once años soñaba con historietas y las llevaba al papel, a doscientos kilómetros de Buenos Aires, en el pueblo de casas bajas y parejas construidas por los ingleses. Con visión profética, su madre, al ver su vocación artística lo anotó en un curso por correspondencia que desde Buenos Aires dictaba la Escuela Panamericana de Arte. "Me crié en esa generación de historietas. Volaba con lo que pasaba en esas páginas; viajaba al Tíbet y conocía la nieve", relata desde su estudio-hogar de techos altos en Palermo Viejo.
"Tengo miedo de que te mueras de hambre como artista plástico", le dijo el director de la escuela secundaria del pueblo antes de que se aventurara hacia la gran ciudad. Tenía 19 años y nada en los bolsillos cuando llegó a Buenos Aires y fue a parar a un conventillo. "Hice y trabajé de todo al principio. Me sentía muy solo. Aprendí a sentir la soledad en la ciudad y no en el campo", recuerda el pintor, de 61 años, hoy reconocido como un personaje activo dentro de la cultura plástica argentina, siempre ubicado en mesas redondas o como miembro de prestigiosos jurados.
Su primer gran trabajo fue como dibujante técnico en Renault. "Te confieso que nunca lo había hecho, pero me preparé y estuve diez años ahí", admite, mientras alisa con sus manos el pelo blanco que le crece libremente a los costados de su cabeza, a la espera de un corte disciplinador.
Luego de su paso por la carrera de Bellas Artes en la Escuela Prilidiano Pueyrredón, comenzaron a llegar los aplausos seguidos de premios. Su primera muestra, en la legendaria Galería Witcomb, en 1979, obtuvo varios premios y una gran aceptación entre críticos y coleccionistas. "Toda una fauna que no conocía. Para un tímido muchacho de campo, era una obligación abrirse desde otro lugar." El muchacho de Mechita iba a conocer el mundo tan sólo unos meses después, cuando le otorgaron el Premio Beca Banco del Acuerdo, que le permitió vivir durante todo un año en Europa y los Estados Unidos. "Siempre quise volver, pero decidí quedarme porque preferí ser cabeza de ratón y no cola de león", apunta Doffo, que en 2008 recibió el Premio de Pintura María Calderón de la Barca.
De vuelta en suelo argentino, expuso en la Galería Jacques Martínez y en la Del Retiro. Su padre ya no estaba para ver en qué se había convertido; su madre sí: ella asistió a sus primeras muestras y volvió toda orgullosa a Mechita para contarlo.
El fotógrafo, personalidad destacada de la cultura porteña, no olvida sus paseos por los caminos de barro de su pueblo natal ni ignora los momentos inspiradores que lo sorprendieron mientras chapoteaba en esos charcos; esas visiones que todavía lo asaltan y, luego, plasma en sus lienzos y en sus fotos, donde une los paisajes de la pampa gringa con lo universal. Por eso, Doffo siempre está volviendo a los parajes de Mechita. En especial, estos últimos meses, cuando está a punto de inaugurar un centro de arte contemporáneo. Sobre una plaza seca y olvidada, estarán expuestas al ojo popular sesenta obras de arte de distintos artistas consagrados.
"Sólo el árbol que tiene sus raíces bien hundidas puede crecer bien alto; cuanto más firme abajo, más alto arriba", escribió el crítico Julio Sánchez sobre una de sus muestras, definición que pinta de cuerpo entero al artista.

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